No era yo entonces la persona que
soy ahora, principalmente en cuanto a emociones y percepción personal se
refiere. Italiano, tenía que ser italiano, con todo ese despliegue de
atenciones que saben manejar tan bien y que casi siempre tiene un punto de
irrealismo para la españolita de turno. No nos engañemos, no estamos
acostumbradas y aunque una parte de ti te avise y te diga que andes con pies de
plomo, es difícil resistirse por más que tu razón te siga enviando avisos.
Era alto, bien formado, de
sonrisa encantadora, manos grandes que rasgaban su guitarra con talento y una
voz dulce que acompañaba a sus ojos en calidez. Yo sólo iba a ser su amiga-profesora
de español. Un país extranjero, frío, gris y dos almas mediterráneas pasando
horas juntas. Probé la miel de sus labios apenas un par de veces y fue
suficiente para perderme. Me frenó, su corazón ya latía en español pero no por
mí. Me alejé decidida a pasar página pero a diario me topaba con él: comedores
universitarios, pub donde íbamos todos los erasmus, salas habilitadas para navegar
por internet, emails y acercamientos en persona. ”¿Quieres un té?”, “te invito
a comer”…